Cuando sonó el teléfono, Benny Dardar estaba a punto de recibir una terrible noticia. Escuchó atentamente el relato procedente del otro lado de la línea y decidió ser testigo de la tragedia.
Era sábado 4 de septiembre. Cruzó la estrecha carretera que conecta la parte continental de Louisiana con la isla Jean Charles, un lugar al que ha llamado hogar durante toda su vida, y encontró la península llena de escombros y terror, seis días después del paso del huracán Ida.
El edificio de madera en el que vivía con su esposa, Dana, había sido derribado por vientos de hasta 240km/h durante una de las tormentas más violentas vividas en Estados Unidos en 150 años.
"Mi vida ha terminado", recordó Benny cuatro semanas después del colapso, mientras trataba de rescatar de los escombros cualquier cosa además de platos y ollas, pero fue en vano. "Cuando tienes 70 años, no puedes hacer mucho después de una catástrofe como esta".
Los residentes de Jean Charles son una de las poblaciones más vulnerables a los efectos de la crisis climática de Estados Unidos. Desde que nació Benny en la década de 1950, la isla ha perdido el 98% de su territorio, principalmente debido a la erosión del suelo y al aumento del nivel del mar, y hoy es posible viajar de punta a punta en menos de tres minutos en coche.
Pero el paisaje de degradación no es exclusivo de los islotes del sur de Louisiana. Cada vez más personas en todo el país están perdiendo sus hogares y negocios, muriendo de sed, calor y frío como resultado de inundaciones, huracanes, sequías e incendios forestales.
Durante 21 días, Folha viajó por regiones bajo los efectos de fenómenos meteorológicos extremos. En cuatro capítulos, registramos el camino del agua que invade Florida y Louisiana; el intento de salvar el sistema energético de Texas mediante turbinas eólicas; la sequía que está azotando Arizona y Nevada, con la escasez sin precedentes de las reservas de agua más grande del país; y el fuego que consume bosques, vinícolas y ciudades de California.
A lo largo de 10.417 kilómetros se pudo ver la destrucción del territorio estadounidense en varios niveles, además del negacionismo y desconocimiento colectivo de poblaciones que aún no entendían que se encontraban bajo una inminente amenaza existencial.
La crisis climática transforma irreversiblemente a Estados Unidos. Casi 35 millones de personas, al menos 1 de cada 10 habitantes, ya vive en zonas del país que se calientan rápidamente.
La situación debería empeorar. Si las emisiones de carbono continúan aumentando a un ritmo acelerado, en menos de 50 años la mitad de la población estadounidense sufrirá más calor y menos agua, y millones tendrán que vivir en lugares considerados inhóspitos.
Llegamos a Florida el 21 de septiembre. Estaba nublado y hacia viento en Sunny Isles Beach, a 29 millas del centro de Miami. El mar estaba movido y la impresión era que pronto las olas avanzarían por la pequeña franja de arena que separa el Atlántico de los lujosos edificios junto al mar, el más alto de ellos, inaugurado en 2018, tiene 51 pisos y 200 metros de altura.
No fue solo una impresión. Florida fue el punto de partida de nuestro itinerario porque pocos lugares en el mundo se encuentran tan afectados por la crisis climática como el sur de ese Estado.
Los seis millones de personas que viven allí se ven perjudicados por casi todos los fenómenos naturales, desde el aumento del nivel del mar hasta la erosión costera, desde huracanes hasta olas de calor, que en conjunto pueden dejar parte de la región completamente bajo el agua en menos de 80 años.
Los efectos producidos hasta ahora, sin embargo, son percibidos de manera diferente por la población, lo que refleja que el problema climático es otra capa de desigualdades raciales y sociales en Estados Unidos.
Si bien algunas de las personas más ricas aún insisten en vivir en zonas costeras, las empresas constructoras buscan terrenos más altos para construir sus proyectos, promoviendo la llamada gentrificación por clima. Lejos del mar, estas regiones solían albergar a los sectores más pobres de la población, negros e inmigrantes que ahora intentan adaptarse a la nueva realidad.
"El cambio climático es racista", dice Yoca Arditi-Rocha, directora ejecutiva del Instituto CLEO, que trabaja para defender medidas para proteger la crisis climática. "Los constructores se mudan, las comunidades se marchan. Ésta es una de las muchas formas en que los grupos tradicionalmente marginados continúan siendo perjudicados por un sistema racista arraigado en este país desde la colonización".
Uno de los afectados es Louis Cherenfint, quien emigró a Estados Unidos en 1977 y se instaló en el norte de Miami, en el barrio llamado Little Haiti porque fue el hogar de tantos haitianos como él. Casi 20 años después, compró un pequeño ultramarinos, ahora rodeado de galerías de arte, heladerías gourmet y gimnasios que se han extendido por toda la región.
Desde detrás del mostrador, la paciente sonrisa de Louis precede a la advertencia de que no entiende muy bien el inglés, su lengua materna es el criollo haitiano. Aún así, quiere hablar sobre cómo han cambiado su vida y su negocio. "Vine a Estados Unidos en busca de una vida mejor. Tuve cuatro hijos, todos se graduaron y consiguieron trabajo [...] Pero todo se encareció y mi tienda tiene cada vez menos clientes".
Louis sabe que muchos de sus clientes se han mudado a vecindarios donde los alquileres y los servicios son más baratos, y dice que ahora hay más gente blanca y asiática en Little Haiti.
Después de mostrar lo que pensó que era lo más atractivo en los pasillos todavía llenos de su tienda, Louis llama a su hija y le pide que hable con Folha. "Habla bien inglés".
Manouska tiene una voz firme y rápidamente explica lo que cree que está sucediendo en el vecindario donde nació. "Antes, su tienda solo vendía comida, pero necesitamos adaptarnos y agregar productos, porque la cultura de compras ha cambiado al mismo tiempo que el barrio", explica.
"Estas nuevas construcciones están expulsando a los antiguos residentes, atrayendo a diferentes personas, más turistas, que podrían ayudar en algún momento, pero por ahora los precios son más altos y mi padre gana lo suficiente para sobrevivir".
El valor de las viviendas en Little Haiti casi se ha triplicado desde 2010, el mayor aumento en el área de Miami, impulsado por la llegada de nuevos conglomerados como Magic City Innovation District, que está a menos de una milla del Louis Market.
El proyecto, presupuestado en mil millones de dólares, promete tiendas, oficinas, hoteles y pisos en un total de 18 torres, la primera de ellas se espera que esté lista en un año y medio.
El consultor Joshua Rosa trabaja en una de las oficinas de ventas de Magic City e insiste en que el impacto final en el vecindario será positivo. "No habrá tiendas de licores o cigarrillos", dice. "La intención es ser menos sobre dinero y más sobre funcionalidad, todo a poca distancia, con una sensación de miniciudad".
Bajo la presión de activistas, para quienes las pérdidas superan el mercado de la vivienda y avanzan sobre el funcionamiento de la comunidad, las empresas constructoras responsables del proyecto ofrecieron US $ 31 millones para iniciativas que beneficien al barrio.
Por su parte, los expertos dicen que no es posible medir con claridad el impacto en los exvecinos de la apertura del conglomerado, pero la tendencia es que los cambios seguirán expulsando a los más vulnerables.
Rosa dice que el alquiler de Magic City aún no está cerrado, pero define el perfil de los potenciales residentes como "jóvenes empresarios".
Westley Hosey, de 55 años, está desempleado y no se ve a sí mismo en el nuevo concepto. Dice que tendrá que irse de Little Haiti si los precios continúan aumentando el próximo año.
Frente al edificio de siete unidades en el que vive desde hace poco más de tres años, dice que pagaba US$ 800 al mes por un departamento de una habitación y que este año la renta ha subido a US$ 1.200. "No puedes aumentar US$ 400 de la noche a la mañana. La gente necesita planificarse. Se está volviendo ridículo".
Algunos vecinos del barrio no relacionan la situación que viven con la crisis climática, principalmente porque la subida del nivel del mar tarda años en ser visualmente perceptible. Según los científicos, las aguas alrededor de Miami tardaron 31 años en subir 15 centímetros, pero los próximos 15 centímetros se alcanzarán en la mitad de ese tiempo.
"La gente no se siente personalmente afectada por la crisis climática, la ven como un futuro lejano", dice Yoca Arditi-Rocha, del Instituto CLEO. "Y cuando sienten una parte insignificante del caos, muchos guardan silencio, no saben qué hacer. Es un mecanismo interno que los seres humanos tenemos para lidiar con el estrés".
Esta actitud puede explicar en parte por qué encontramos a tanta gente apática frente a la crisis climática, a pesar de que las encuestas muestran el creciente temor de los estadounidenses al problema. Un sondeo publicado en septiembre por la Universidad de Yale señala que el 70% de la población estadounidense dice que de alguna manera está preocupada por el calentamiento global: era del 65% en marzo. También ha aumentado el número de quienes dicen creer que el planeta se está calentando: un 76%, frente al 70% de marzo.
La ama de casa Pam Lentz, de 63 años, se encuentra entre las preocupadas por la crisis, pero no cree que haya mucho por hacer. "Nos azotan tormentas y huracanes, que nos siguen recordando que esta isla algún día se hundirá. Pero como vivimos en el paraíso, tenemos que vivir con ello. Cuando vives aquí, no te preocupas demasiado".
Pam ha vivido durante una década en Big Pine Key, una pequeña isla a tres horas de Miami y uno de los últimos y más amenazados territorios del sur de Florida. Conocido por sus grandes pinos ("pino grande") y por ser el único hábitat natural de la especie de ciervos key, la isla perdió el 30% de sus árboles después del huracán Irma en 2017.
Parte de los pinos se recuperaron tras las tormentas, pero el agua salada que ha ido avanzando sobre el terreno dificulta el crecimiento de la vegetación, además de reducir las fuentes para la supervivencia de los aproximadamente 1.000 ciervos que comparten la isla con casi 5.000 habitantes.
Uno de ellos es Chris Bergh, quien, bajo una fina llovizna, nos llevó a través de los manglares hasta un punto donde pudimos ver en perspectiva los tres niveles de vegetación en Big Pine Key.
La escena fue didáctica: donde estábamos, las plantas eran marrones, inundadas y muertas por el mar. En medio del terreno, se podía ver algo de vegetación, a salvo del agua salada, mientras que solo en el punto más alto del terreno (1,5 metros de altitud) había árboles sanos, todavía con acceso a agua dulce.
"Es el comienzo de una floresta fantasma", dice Bergh, de 48 años, gerente de programa para el sur de Florida en Nature Conservancy, una organización internacional para la protección del medio ambiente.
Bergh vive en la isla desde 1999 y explica que el turismo y la pesca comercial son las principales actividades de la región, cuya población es mayoritariamente blanca (78,7%), de clase media y jubilada, que busca suaves temperaturas invernales.
Durante la temporada de huracanes, de junio a noviembre, todos deben estar alerta para salir de la isla en caso de emergencia. A pesar de la advertencia oficial, que obliga a los habitantes a irse antes de la tormenta, no todos tienen otro lugar al que ir.
Bergh dice que solía quedarse en Big Pine durante los huracanes, pero desde 2005, cuando comenzó a estudiar el impacto de la crisis climática, y su casa fue dañada por dos tormentas, decidió cambiar su comportamiento.
Sin embargo, el enfoque más eficaz para tratar de llamar la atención de la gente es el económico. "Explicamos que, con el agua subiendo, el valor de la propiedad aquí se desploma. Por ahora, la región sigue siendo deseable, pero en algún momento, si el aumento del nivel del mar continúa acelerándose, será más arriesgado y menos cómodo quedarse. Tendremos que caminar con el agua por las rodillas para llegar a casa o ir a restaurantes".
Bergh dice que varias organizaciones, además de los gobiernos locales, estatales y federales, han ayudado a proteger la isla, pero que, llegados a este punto, solo es posible ganar tiempo para que la sociedad comprenda que hay que hacer algo.
Entre las medidas se encuentran prohibir la caza de ciervos, eliminar especies invasoras, restaurar tierras con agua dulce, limpiar claros para controlar incendios y la compra de tierras por parte del gobierno para que no se puedan construir nuevas casas.
En Big Pine Key, nuestra última misión fue tratar de encontrar uno de los ciervos en peligro de extinción. No fue difícil. Cuando cesó la lluvia, se multiplicaron en medio del camino y entre las casas, comiéndose la hierba de los jardines.
"Están acostumbrados a nosotros, parecen perros", dijo Pam, la ama de casa que dijo que deja contenedores de agua para los animales durante la noche. Vivía al otro lado de la isla con su esposo, Randy, en una casa de madera, que no consideraba lo suficientemente fuerte para resistir huracanes. Este año compraron una propiedad de hormigón.
"Mis hijos siguen diciendo: un día esta casa se la tragará el agua. Y yo digo que no me importa, que estaré muerta cuando eso suceda".
Nuestro siguiente destino fue Jean Charles, Louisiana, donde los lugareños saben que se acerca el día en que será imposible permanecer en la isla. La mayoría de ellos son de origen indígena, de la tribu Biloxi-Chitimacha-Choctaw, y vieron perder el 98% de su territorio en 66 años —de unos 89 km²; sólo sobraron 1,3 km².
El jefe de la tribu, Albert Naquin, de 75 años, nos dio la bienvenida al continente. Con pantalones de chándal, zapatillas de deporte y una gorra, se sentó en una silla mecedora destartalada frente a la casa de ladrillos en la que vive, a 12 millas de Jean Charles, para explicar por qué decidió dejar la isla en 1995.
"Nos dimos cuenta de que algo estaba cambiando. El agua estaba subiendo y comprendimos que, en algún momento, ya no tendríamos ese pedazo de tierra. Todo se convertirá en agua".
El punto de inflexión para muchos residentes dice, fue en 2002, con el paso del huracán Lili. Ese año, Jean Charles alcanzó un máximo de 350 habitantes, un número que se ha reducido a poco más de 20 registrados en la actualidad. "Era insostenible quedarse allí, reconstruyendo todo después de cada huracán".
No obstante, lo peor de todo era que había pasado menos de un mes antes de nuestra conversación. El 29 de agosto Ida devastó la isla y varios pueblos de la región, incluida parte de Montegut, donde vive Naquin. "He estado aquí por mucho tiempo y puedo decir que Ida fue el peor de todos. Arrasó la isla. Había 25 casas antes de su paso y quedaron siete. Una completa desgracia".
Los vientos de Ida alcanzaron los 240 km/h y duraron casi ocho horas, dejando alrededor de 100 muertos y 1 millón de personas sin electricidad en todo el Estado. Naquin dice que la recuperación fue lenta y que los residentes aún no habían regresado a Jean Charles aquel 25 de septiembre. ?Tenía razón? Cuando llegamos a la isla, había menos de diez personas esparcidas por Island Road, la única calle de la península, tratando de deshacerse de los escombros y los mosquitos que incluso atravesaban prendas de ropa gruesa.
Benny Dardar, el entrevistado que inaugura esta serie de reportajes, mojó sus brazos con alcohol para tratar de ahuyentar a los insectos, mientras abría espacios entre los escombros para plantar una estilizada bandera de Estados Unidos en el suelo donde estaba su casa, con el dibujo de un indio en medio.
"Las personas desplazadas por la crisis climática sufren prácticamente las mismas consecuencias que las desplazadas por conflictos, obligadas a abandonar sus hogares sin saber cuándo o si podrán regresar", explica Kayly Ober, gerente del programa de desplazamiento climático de Refugees International. "La diferencia es una cuestión existencial de dejar su cultura, su herencia, su ascendencia. Tiene un costo psicológico muy severo".
Jean Charles fue el primer territorio de Estados Unidos en recibir fondos federales para el desplazamiento de toda una comunidad debido al impacto de la crisis climática. En 2016, el gobierno de Barack Obama comprometió US$ 48 millones para construir una nueva comunidad para los residentes de la isla. El plan, que proyectó 40 casas para 2019, está lejos de completarse.
Benny rechazó la oferta. No quiere vivir en la meseta, lejos de sus amigos y de la posibilidad de pescar todos los días. Ahora, incluso sin dinero para reconstruir la casa, prefiere vivir en un remolque con su esposa, siempre que esté en la isla.
"Tomar toda una comunidad y trasladarla a una nueva ubicación es bastante complicado, porque empiezas a quedarte atrapado en pequeños detalles del día a día como '?quién será mi vecino?', '?qué voy a hacer después de mudarme?", '?qué tipo de trabajo voy a tener?", dice Ober. "Es un plan que debe evitarse porque trae muchos más desafíos que soluciones".
La novedad del programa le ha valido a los habitantes de Jean Charles la impronta de los "primeros refugiados climáticos de Estados Unidos", una nomenclatura que a muchos de ellos no les gusta, dicen que fue inventada por la prensa estadounidense. Ober dice que el término es polémico porque, desde 1951, los refugiados han sido reconocidos como aquellos que cruzan las fronteras en caso de persecución por razones específicas, como religiosas y políticas.
Sin embargo, varios organismos internacionales reconocen la migración interna forzada por fenómenos meteorológicos extremos. El Banco Mundial, por ejemplo, publicó un informe en septiembre que indica que 216 millones de personas podrían verse obligadas a migrar dentro de sus países de cara a 2050 debido a la crisis ambiental. Si las emisiones de carbono se reducen rápidamente, ese número podría disminuir a la mitad.
La necesidad de abandonar hogares debido a problemas climáticos se ha convertido en algo común en Louisiana, y es imposible caminar sin darse cuenta de que hay dos estados en juego.
Nueva Orleans, la cuna del jazz, funcionó casi con normalidad un mes después del fallecimiento de Ida. Los hoteles estaban llenos de evacuados y empleados que trabajaban para reconstruir ciudades, pero también turistas que salían a las calles del centro, famoso por su actividad y por la ley que permite el consumo de bebidas alcohólicas en áreas públicas.
En 2005, el Katrina inundó el 80% de Nueva Orleans y mató a 1.800 personas. Esta vez, la ciudad no estuvo en el ojo del huracán, y sus nuevos diques — reforzados con un costo de US$ 14 mil millones— fueron fundamentales para contener las fuertes lluvias y vientos que provocaron la reversión del curso de las aguas del Río Mississippi, un fenómeno considerado muy raro.
Las islas al sur del Estado, en cambio, no tuvieron la misma inversión, y las señales de destrucción solo aumentaron a medida que descendíamos hacia ellas.
El Ida tocó tierra por primera vez en Louisiana alrededor del puerto de Fourchon, la base petrolera en alta mar más grande de Estados Unidos en el Golfo de México, a 18 millas de Grand Isle. Cuatro semanas después, fue allí donde vimos las escenas más devastadoras de la mayor parte de nuestro viaje: casas enterradas en la arena, volcadas, entre trozos de madera, muebles destrozados y accidentes de coche. Todo a orillas del mar.
La isla sirve como una barrera protectora natural para la parte continental de Louisiana, pero con uno de los mayores aumentos relativos del nivel del mar en el mundo (en 100 años, el agua ha subido casi un metro), la barrera necesitaba una barrera.
Conocido como el burrito, por su forma cilíndrica llena de arena y arcilla, el dique de casi 12 km de largo fue construido en la década de 1980 y reforzado en 2010. Corriendo a lo largo de la costa, había sufrido daños en casi todas las tormentas, pero había resistido. Esta vez, Ida no dio tregua y acabó casi por completo con la estructura.
Según datos oficiales, hasta el 50% de Grand Isle fue destruida por el huracán: la ciudad tiene casi 1.500 vecinos y muchas segundas residencias, habitadas los fines de semana.
Una de ellas fue la de la familia de Burt Schexnayder, quien, junto a su esposa y cuñada, recogió lo que quedaba de uno de los brazos del columpio que su suegro había creado para sus hijas hace décadas.
Construida sobre troncos de madera que la salvaron de las tormentas de Katrina y Rita, años antes, la casa no resistió esta vez: ropa, fotos, muebles y muchos recuerdos, todo fue arrasado. Una de las únicas partes intactas dentro de la estructura era el inodoro, en la esquina del baño, ahora sin techo ni paredes.
Debajo de los restos de la construcción que su familia disfrutó durante casi 30 años, Burt explicó que no creía en el caos climático. Para él, los huracanes cada vez más fuertes son obra de la "madre naturaleza", y su plan es reconstruir la casa en el mismo lugar.
Pero no sabe cuántos vecinos podrán y estarán dispuestos a hacer lo mismo, ni cuánto tardará la ciudad en volver a tomar forma.
"La forma en que las personas afrontan y lidian con el impacto del clima se basa en su capacidad para superarlo. Si eres pobre, tienes menos recursos para hacerlo", dice Kayly Orbe de Refugee International.
Al igual que los residentes, las ciudades ricas y pobres se protegen y se recuperan de los efectos de la crisis climática de diferentes formas, dependiendo del tamaño de la devastación, pero principalmente de las inversiones públicas y privadas para su reconstrucción.
Mientras que aquellos con menos recursos desaparecen más rápidamente en medio del colapso físico, económico y social, los que tienen más dinero consiguen ganar tiempo.
Las medidas van desde fortalecer los diques, como en Nueva Orleans, hasta poner más arena en las playas y mudarse a grandes urbanizaciones en terrenos más altos, como en Miami.
No obstante, estas soluciones no son sostenibles a largo plazo y no garantizan que, en unas pocas décadas, las ciudades sigan apareciendo en el mapa.
Traducción de Azahara Martín